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Alumno vigoroso

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lunes, 16 de noviembre de 2009

APRENDER A ENTENDER



Vivir sin entender la ciencia es complicado en nuestros días -cambio climático, fuentes de energía, células madre, selección genética de los hijos, inteligencia artificial-, pero será casi imposible cuando los niños que ahora están en la escuela se hagan adultos. No es que vayan a tener difícil encontrar trabajo: es que ni siquiera van a poder opinar sobre las grandes cuestiones de su tiempo.



No sabemos cuáles serán esas grandes cuestiones. Ni siquiera podemos predecir cuáles van a ocupar los titulares la semana que viene, no digamos dentro de 20 años. Abigarrar los programas de estudios con todas las masas de detalles especializados que hoy creemos importantes no es la solución. Como no lo es someter a los joveens a un tratado de historia de la ciencia. Eso son reencarnaciones de la lista de los reyes godos, y entender la ciencia no es eso, sino asimilar una forma de pensar. La mejor forma de pensar que tenemos. Y que tendremos.


Desde tiempos de Galileo y Newton la ciencia ha producido un cuerpo de conocimiento inmenso, pero eso es sólo una pequeña fracción del que producirá en el futuro. La ciencia es una empresa activa y continua, y está continuamente mejorando sus modelos y teorías, y poniéndolos a prueba contra la realidad con experimentos cada vez más exigentes, inteligentes y refinados. El conocimiento científico progresa y se expande continuamente. Nunca va a haber una foto fija que lo congele, ni siquiera en el programa de estudios más exhaustivo.


La única forma de mantenerse al día con ese progreso acelerado es ser parte de él: asimilar en qué consisten las explicaciones racionales del mundo, cómo las descubrieron los mejores científicos del pasado, cómo las están explorando los investigadores del presente, y en qué consiste eso, y por qué se hace, y cómo ello transforma nuestras sociedades con más profundidad que cien guerras y mil fechas históricas.


La gravitación de Newton debe estar en los programas, desde luego, pero con la condición de que los niños la entiendan. Mientras eso no ocurra, ampliar el programa con una clase sobre la relatividad de Einstein será inútil. Y la clase de Newton también.


La preocupación por la falta de vocaciones científicas recorre la mayoría de los países desarrollados desde los años noventa: en España, las carreras de ciencias exactas y las técnicas tienen 77.000 estudiantes menos que en 1997 -las primeras, que han perdido un tercio del alumnado-. Ya en bachillerato, si en 2000 la mitad de los alumnos estudiaban opciones de ciencias (incluidas de la Salud) y tecnología, en 2008 eran el 45%.


Es imposible encontrar una razón única para explicar el problema. La dificultad de las materias, las salidas laborales o la falta de valoración social son causas comúnmente repetidas. Pero también se cuestiona cómo y qué se enseña sobre ciencia en colegios e institutos. Uno de "los mayores logros de la cultura europea" se ha convertido en una materia "que la mayoría encuentra alienante en el momento de dejar la escuela", concluye el estudio La Educación de las ciencias en Europa, de la Fundación británica Nuffield, dirigido por el profesor de la Universidad de Stanford Jonathan Osborne.


Hay un fuerte debate sobre si en la enseñanza obligatoria hay que centrarse en enseñar unos contenidos que sirvan de base para futuros científicos y técnicos, o más bien unas herramientas para que todo el mundo pueda acercarse a la ciencia y comprender el mundo a su alrededor. Osborne apuesta, sin duda, por lo segundo. Pero más allá de esa discusión, multitud de expertos creen que hace falta conectar mejor esas materias con la realidad, que no sean puros conceptos abstractos.


María Pilar Jiménez, profesora de la Universidad de Santiago de Compostela, está inmersa en el proyecto europeo S-Team, que trata de difundir entre los profesores los métodos de investigación y experimentos, es decir, que sean los propios alumnos los que vayan descubriendo los conceptos a través de su experiencia en clase. "Se hace un experimento y luego el alumno tiene que escribir sobre él, saber separar las opiniones de la pruebas científicas. Por supuesto, harán falta explicaciones teóricas y los estudiantes tendrán que leer mucho", dice Jiménez. Pero eso requiere tiempo. De hecho, asegura Jiménez, no hay grandes resistencias entre los profesores, el problema es que, sobre todo en secundaria, esos métodos son incompatibles con "un programa larguísimo que hay que dar en muy pocas horas".


El conocimiento avanza hoy a tal velocidad que es imposible intentar enseñarlo todo, coinciden Osborne y Jiménez. Tanto el estudio de Nuffield como otro hecho en 2007 por la Academia de Ciencias de Estados Unidos (Llevando la ciencia a las escuelas), sugieren que los currículos deben elegir muy bien unos pocos contenidos básicos para desarrollarlos ampliamente. De tal manera que se conviertan en la herramienta para que el alumno pueda acceder constantemente a conocimientos nuevos.


"Por ejemplo, con la Literatura Española, no se intenta cubrir todo el canon, sino una selección de obras que ilustren qué es escribir bien y enganchen a los jóvenes. Pero con la ciencia, se intenta encajar hasta el último detalle. El milagro es que aún así haya jóvenes que se interesen por las ciencias", asegura Osborne.


Probablemente, el problema de la sobrecarga y la dispersión del currículo es menor en la primaria, y seguramente el contexto es mejor para ese tipo de aprendizaje activo y experimental. Pero hay otras preguntas. Para empezar, a qué edad un niño está preparado para los conceptos abstractos. María José Gómez Díaz, coordinadora del proyecto "El CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) en la escuela" asegura que desde los dos o tres años, así que se trata simplemente de cómo enseñar a cada edad, unas conclusiones muy parecidas a algunas de las recogidas en el estudio de la academia estadounidense.


Lo importante es que los niños aprendan a investigar, "que se den cuenta de que detrás de la realidad hay algo que le da sentido", y meterles en la cabeza "la idea de que todo eso se puede aprender", dice José María López Sancho, director del programa escolar del CSIC. "Los niños tienen que aprender por modelos, que son representaciones simples de la realidad, pero eso tiene que ir adaptado a la edad, a la inteligencia de cada niño", concreta Gómez Díaz. El programa del CSIC pone a trabajar juntos a científicos y a profesores de primaria y primer ciclo de secundaria. En esas etapas, los profesores manejan muy bien la parte más pedagógica, de enganche emocional los alumnos, pero no tanto la cultura científica necesaria para adaptar esa enseñanza a cada edad, dicen los expertos. Ésa la parte que ofrece el programa del CSIC a unos 800 maestros de todas las autonomías.


Hay muchos y muy variados proyectos, y muchos profesionales y profesores se devanan los sesos para atraer a más chavales a la ciencia y la tecnología. Lo que parece claro es que "no hacer nada no es una opción", concluye el estudio europeo de 2008.


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